
Vino de lejos, todo le parecía distinto, las calles se le hacían enormes rios de gente que le arrastraban sin dirección. A menudo se detenía en una esquina, como el que se agarra a la quilla de un barco a punto de hundirse. La marea le empujaba, y él apretaba fuerte los pies contra el suelo. Pero aun así, los empujones, le obligaban a retomar la marcha.
Miraba fijamente la esquina del otro lado de la calle, donde como en un oasis, descansaba entre cartones. Un viejo barbudo, andrajosamente vestido, con las manos negras como el carbón, y la mirada placidamente perdida.
A él, la marea no le arrastraba, le bordeaba sin apenas rozarle. Como una invisible roca junto al camino, que la marea evitaba, sin llegar a ser consciente de su existencia.