CRISTALES OLVIDADOS DEBAJO DEL SILLÓN

Los cristales de un plato roto tiemblan debajo del sillón. Sentada en el sillón, Juani tiembla debajo del tejado de hojalata. Asfixiada de calor, la hojalata tiembla bajo el sol. Está llegando el tren.

El ruido del tren tapa los sonidos del poblado de chabolas. En ese instante en el que todo tiembla, en el que el ruido ocupa la mente, se escuchan dos disparos que sólo perciben los que allí viven. Juani besa su medalla y sólo espera que aquel ajuste de cuentas no se haya llevado a uno de los suyos. Al poco, el tren marcha y deja al poblado encerrado en las vibraciones, sintiendo la llegada del silencio de una manera especial, que impide moverse, impide llorar, impide hablar.

Ya en silencio, cuando no se escucha el tren, en el momento en el que todos olvidan y siguen hacia delante, Juani no puede moverse del sillón y echa la vista atrás preguntándose por qué. ¿Por qué vino aquí?, ¿Por qué se quedó?, ¿Por qué no puede moverse, ni hablar, ni llorar?

Pensando por qué vino se descubre viajando a su juventud, sintiéndose incomprendida, luchando por sus ideales, tratando de encontrar su lado revolucionario, contracultural, creativo. Se ve utilizando la droga como válvula de escape, tratando de viajar hacia otro mundo, buscándose a sí misma; y de repente se visiona allí, en un puente cercano a su poblado volando con la imaginación, aparcada al lado de una jeringuilla, sintiéndose libre, despreocupada, identificada con los que le rodean, con los que junto a ella viven, sienten y piensan de forma similar, de forma diferente.

Entiende por qué se quedó cuando se observa a sí misma incapaz de regresar al otro mundo, ese otro mundo que le hizo sentirse desplazada, extraterrestre, ese mundo que existe fuera del poblado. Se observa enamorada, adaptada a esa nueva vida. Se recuerda casándose con Manolo, levantando con sus manos su propia chabola, teniendo hijos, primero Juan, luego Esteban, después Rosa.

Comprende el dolor, ve mucho dinero pasando por sus manos, a la heroína matando tantos amigos, se observa dedicándose al negocio, ojerosa. Escucha el sonido de un nuevo tren que se acerca y una neblina aparece en sus pensamientos; aparecen los recuerdos de los primeros enfados, del primer tortazo, de ese plato estampado en la pared quejándose de la comida.

De nuevo, tiemblan los cristales bajo su sillón, tiembla ella bajo la hojalata, la hojalata bajo el sol, y el ruido del tren le trae la visión turbia de su cara hinchada, su espalda morada, de esa esquina en la que, doblada sobre sí misma, sentía los golpes de Manolo, los insultos de Manolo, ahogados por el ruido del tren.

El tren vuelve a marchar, pero Juani sigue sin poder moverse, ni hablar, ni llorar. Y piensa que su vida era suya hasta que pusieron el tren, ese tren que los políticos esperaban que acabase con la droga, como si la comunicación pudiese llevarse por sí sola los problemas. Ese tren que trajo tantos clientes, tanto dinero, tanto ruido. Ese tren en el que vienen aquellos que quieren escapar de las miradas, nerviosos, apretando en el bolsillo el dinero conseguido. Ese tren que sirve de guía para llegar andando al poblado por sus vías. Ese tren que hace de aduana y sólo deja pasar a los ágiles, llevándose consigo la licencia de vida de los que ya no escuchan, ni ven, ni sienten. Ese tren que se llevó por delante a su hijo Juan. Ese tren que ha hecho que sólo se hable del poblado como un problema, como algo desagradable, como una interferencia, y ha traído a la policía con órdenes de desalojo. Y sus labios pronuncian: ¡Puto tren! ¡Puto tren!

Ya puede hablar, y moverse. Rompe a llorar y grita: ¡Puto tren! Y sale corriendo hacia las vías, con dos ríos que nacen de sus ojos y toda su furia, que crece según escucha llegar a un nuevo tren, como si el ruido hubiese hecho saltar su alarma.

Llora de pie en las vías, respirando con fuerza, enfadándose con el ruido del tren que se acerca. Y anda hacia él, llora hacia él. Ella nunca le quiso, quería evadirse de la realidad y el puto tren tuvo que joderlo todo. El ruido crece, pero esta vez no siente miedo. Sólo llora y anda, grita y anda, desafiante hacia el tren. El tren silba y ella aprieta los dientes, le mira con odio, con rabia, esperando hacerle tanto daño como él le ha hecho a ella. Pero el tren frena, chirría, y se para a un metro suyo. Juani grita y golpea al tren, que se deja golpear, paciente, como el que recibe su merecido castigo. Al poco, Juani se cansa, y suelta todo el aire de sus pulmones, suspira desesperada, pensando que no vale ni para suicidarse.

Como si fuese un amante comprensivo, el tren suelta su aire, suspira, calla su motor y espera en silencio. El tren no suena, y ahora Juani escucha el ruido del poblado, la banda sonora de su vida llena de gritos, de golpes.

En el poblado aprendió que cuando el tren no suena, cuando el ruido no aprieta, es el momento de olvidar y seguir adelante. Las puertas se abren. Decidida, Juani sube, se sienta. Los pasajeros evitan su mirada, el tren arranca, las puertas se cierran.

Ahora el poblado calla, Juani escucha. El ruido del tren por el que quiso morir le habla, ahora desde dentro, y le pide calma.

Pasan por el poblado, el tren acelera, Juani se eriza. Las calles enmudecen, la hojalata tiembla bajo el sol, los cristales tiemblan debajo del sillón.